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La vaca de oro
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Ese día llovió como nunca. Aquello no fue un
aguaceros sino un diluvio que duró una hora.
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Viernes 14 de noviembre de 1997, cámaras, micrófonos
y grabadoras rodeaban a don José Brenes, aún nervioso contaba cómo una
avalancha pasó cerca de su casa y se llevó la de otros vecinos a sus 63 años
no es la primera vez que ve convertirse una pajita de agua en un monstruoso
torrente, "creo que esto empezó hace 45 años" dice don José y desde ese
entonces la tragedia se repite.
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Era una tarde cualquiera de noviembre
de 1952, pero esa larde llovió muy duro, durísimo. El Presidio era una quebrada muy pequeña por
donde se asomaba un hilo de agua. ese día era un
hilito y de pronto se secó.
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Había llovido toda la tarde pero, a
la hora de la puesta del sol, ya no caía ni una gota, el camino entre
Cervantes y Pacayas era apenas un trillo, pocas casas regadas alrededor del
camino, entre ellas la de la familia Poveda.
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Todos a la mesa, menos el hijo mayor
que aún no regresaba de su trabajo en Turrialba, se disponían a comer. Las gallinas ya dormitaban en sus perchas, pero
el gallo no conciliaba el sueño.
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Mientras comían comentaban las
historias que llegaban desde Oratorio, relatos de sustos, fantasmas y luces
que perdían a la gente, últimamente muchas cosas emanas pasaban por aquellos
lugares.
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La tierra empezó a temblar, al
principio fue un movimiento muy leve pero fue aumentando: un sonido muy sordo
venía de las montañas, como un zumbido. como un
bramido muy profundo.
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El suelo se abrió, una bola gigante de
piedras y barro inundó la quebrada del Presidio. La quebradita desapareció, un río enorme de
barro, piedras y árboles irrumpió en el camino arrasando todo a su paso, los
pocos pobladores del camino se acercaban al cause pero, pronto retrocedían.
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Un lechero venía por el camino, su
yegua cargaba los tarros de leche de la última ordeña. Quienes lo vieron le gritaron para que no
pasara pues, la creciente ya se veía venir, el lechero no atendió los gritos,
pensó que si no pasaba se quedaría aislado al otro lado. Jaló su yegua con fuerza, el animal sabio
se resistía, pero pasó el río, cuando estaban a punto de llegar a la otra
orilla, la yegua se desprendió de su amo y corrió hacia atrás, el lechero
corrió hacia ella. al mismo tiempo que una avalancha
enorme de barro inundaba todo el camino, nada se supo nunca ni del lechero ni
de su yegua.
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En 1997 el Presidio cobró 5 muertes. Un periodista acerca su grabadora a don
Jesús Orozco, con mucha tristeza cuenta cómo a su cuñado Víctor Serrano la creciente
lo sorprendió terminando de recoger el repollo: "Allí se quedó de último
porque ya sus compañeros iban encima del chapulín de regreso, según sus
cálculos, mientras ellos daban la vuelta por el camino, a él le daba tiempo
de cruzar el potrero y la quebrada, y toparlos más adelante, nos extrañó
mucho que no llegara. Ya cuando nos
dimos cuenta de todo lo que había pasado, por la cabeza de agua. supusimos que a él se lo había llevado la quebrada" en sus
ojos llorosos la imagen de su cuñado se desvanecía, otras cuatro familias
también lloraban sus muertos, don Víctor corrió la misma suerte del lechero
que más de cuatro décadas antes también decidió cruzar la quebrada del
Presidio.
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Es una tragedia que vuelve a repetirse, ese
sábado de 1952 doña Anita Brenes molía unas tortillas para mandarlas a la
Vela de San Miguel que se realizaba en Pacayas, cuando llegó el señor
encargado de recogerlas pidió a Anita que le prestara el muchachito para que
lo acompañara. Anita permitió que
Calos se fuera con él, aunque le preocupaba los peligros del camino porque
había llovido mucho.
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Llegando a Pacayas el alud de barro
los sorprendió, cuando Anita fue a ver a su hijo lo encontró entre los cadáveres
que amontonaban en el corredor de la familia Madrigal, al frente de la
iglesia.
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Muchos años después, a pesar de la lluvia, José
María Jiménez no pudo cancelar un viaje a Cot, pasó
a pedirle a Mauricio Montero, un joven conocido suyo, que lo acompañara, al
pasar por el puente de la quebrada Presidio, el carro en el que viajaban fue
arrastrado por la corriente. Cuando
Fernando el hermano de Chema fue a buscarlo no lo encontró, su cuerpo
apareció hasta el siguiente día.
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Quienes recuerdan la avalancha del 52
concuerdan en que nunca había pasado nada igual. La creciente arrasó fincas completas,
vacas, caballos y gallinas formaban parte del alud.
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La familia Poveda no pudo salir a
tiempo, con una fuerza descomunal el agua levantó la casa con todos sus
habitantes, sus cuerpos nunca fueron encontrados, solo el gallo que se
mantenía alerta pudo volar a tiempo a un árbol, ahí estuvo tres días cantando
su soledad.
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Cuando el volumen de las aguas había bajado
llegó el hijo mayor, venía de Turrialba con un racimo de pejibayes para su
familia pero, no encontró nada. Su
desesperación lo llevó al alcohol, los vecinos recuerdan cómo después de la
tragedia pasaba por la calles borracho cantando.
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Los pobladores sacaban los cuerpos amarrados con
mecates, incluso una semana después de la avalancha debajo de una pila se
encontró el cuerpecito de un bebé recién nacido, jamás se supo de dónde vino,
nunca nadie lo reclamó.
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Por fin, la avalancha se juntó con el
río Birrís, ahí desembocaron animales, escombros y
personas.
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Los vecinos de Cervantes fueron a ver
lo que caía a la poza que se había formado para ayudar a sacar los
cadáveres. En ese momento apareció la
vaca de oro. Venía entre el barro,
bramando muy fuerte, resplandecía como el oro.
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Quienes vieron la vaca aseguran que
era de una textura metálica, muy brillante pero, con unos ojos que parecían
brasas, rojos y terribles que junto con el bramido le hacían parecer un
demonio.
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Un señor al verla exclamó asombrado
que era un encanto, la causante de la tragedia y que acabaría hasta que
alguien se decidiera a tocarla.
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Ninguno de los presentes tuvo valor
para arrojarse al río y tocar a la vaca de oro. Mientras, ella daba vueltas en la poza con
unos bramidos que encogían los corazones de quienes la observaban.
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Al fin el volumen de la avalancha
bajó y la poza se fue escurriendo, la vaca bajó con el cause
y se perdió en el río.
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De eso hace ya más de 50 años pero, la tragedia
no cesa, cada cierto tiempo, para noviembre, la lluvia se vuelve abundante,
el hilito de agua desvanece y una avalancha de muerte vuelve a arrasarnos y
será así hasta que un día alguien alcance a la vaca de oro y conjure el
encanto.
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María Hinojosa
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